[Antonio Turok tiene historias y personajes. Pero esas historias no han sido
escritas precisamente con tinta sobre papel, o quizá sí, pero no a la manera
tradicional.
A Turok le basta apuntar, enfocar y disparar, para registrar con su cámara los
rostros de sus personajes, primero hombres por conocer y después, viejos
conocidos, y contar sus historias desde la memoria gráfica, desde la imagen.]
Antonio Turok es uno de los fotógrafos más importantes y reconocidos de México.
Nació en 1955 en el Distrito Federal, y durante décadas ha recorrido incontables
caminos sobre la misma ruta que han seguido los pueblos, encontrándolos,
saludándolos y fotografiándolos para el posterior conocimiento y reconocimiento
de muchos que los saben o los imaginan ajenos.
Cuenta Francisco Álvarez Quiñones (1998), quien lo conoció en los años 70, que
desde su primer encuentro lejano (lo veía apuntando con su Leica a extraños
personajes en San Cristóbal de Las Casas) supo que ese Turok adolescente era
fotógrafo y lo iba a ser toda la vida. Y más: toda la vida iba a ser adolescente.
Sin embargo, añade:
(…) cuando en verdad lo conocí fue al verlo de nuevo cerca de Na Bolom, esta vez
huyendo a grandes zancadas de una pandilla que le arrojaba piedras. Los de Cuxtitali
tenían fama de ser muy celosos con las mujeres de su barrio, y Antonio había querido
darse vuelo con la cámara. Afortunadamente, Celia y mis hijos vivíamos sobre la calle
Comitán, a unas cuadras, en un solar (…) y el gran portón estaba abierto cuando me
asomé a ver qué causaba tanto alboroto. En cuanto vi al Antonio correr como loco,
batiendo como alas de murciélago los faldones de su gabardina, protegiendo su cámara y
su sombrero, le hice señas de entrar y tan pronto lo hizo, cerré el portón, aunque no del
todo, porque me lo impedía el cuerpo de Antonio que se puso a tomar fotos de la horda
enfurecida que lo perseguía. (Álvarez Quiñones, 1998, “Tonyalux Turok: Guajolote de
piedra en el cuarto oscuro”).
Más que una simple anécdota, un comienzo. Quizá ya desde antes los recorridos
del fotógrafo habían comenzado a dejar huellas en otros lugares; en sus propias
palabras, lo que él buscaba era huir de los horrores de la ciudad y encontrarse con
una cultura distinta a la suya. Desde entonces comenzó a hacer suyas las historias y los rostros de los otros pero no para apropiárselos sino para compartirlos, hacerlos conocidos por muchos más, aquellos que a través de su cámara sean capaces de percibir la realidad que no conocen.
“Sentía un deseo incontenible de capturar la belleza que me rodeaba antes de que
se desvaneciera (…) la belleza no escapa: se profundiza. Bajo la superficie, bajo
la piel, en las cavernas del Señor de la Tierra y en las grutas del corazón, algo se
estaba moviendo. Este mundo no se estaba quieto y mis fotografías variaban
como el clima…”, escribió Turok en una de sus más reveladoras estancias en
Chiapas, que desde hace muchos años ha sido uno de esos lugares idílicos en
que el artista ha conocido las contradicciones del mundo, sus complejidades y
vicisitudes, y las ha dado a conocer.
Por lo anterior pero no exclusivamente, destaca como uno de los fotógrafos más
importantes del levantamiento zapatista; Turok, que desde los años 70 ha ido
retratando los rostros de una insurrección inevitable, estuvo en el lugar y los
momentos precisos para disparar una y otra vez ante esos otros rostros que ya no
se veían, que fueron de hecho cubiertos, para hacerse notar: los pasamontañas,
las armas, los indígenas, los uniformados, Chiapas, México y Turok estaban en
plena rebelión.
Sus capturas pueden contar sin palabras la historia del levantamiento que sacudió
al mundo y lo sigue sacudiendo desde entonces; en el silencio de la selva
neblinosa, se ve a un Marcos reflexivo o a un alzado apuntando su arma contra su
propia cámara.
Y en lo sublime, a una mujer amamantando a su hijo en plena calle de tierra. Esta
última fotografía suya, de hecho, lo hizo noticia al ser plagiada recientemente, lo
que le hizo afirmar: “el delito de plagio lastima y ofende a la sociedad, y yo tengo
la responsabilidad de responderle a todas y todos que sienten lo mismo al ser
ultrajados de nuestro derecho universal de ser respetados”.
Tras la ruta de sus huellas, en lo sublime, lo rebelde, lo cotidiano, lo histórico, lo
lejano, se conjugan los códigos del encuentro: las miradas sin palabras como
lenguaje.
Por: Saúl Hernández
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